miércoles, 4 de mayo de 2011

Antaño




Una de las cosas que más me agradaban era el olor que emanaba el bosque bajo esos atardeceres en los que la lluvia intentaba colarse en todos sus rincones. Mis pies se hundían en el barro cuando me paraba al lado de un árbol para pasar mi mano sobre su tronco húmedo. A veces buscaba cobijo debajo de algun sauce que tuviese su copa enorme, entonces intentaba secar mi pelo empapado de agua azotándolo con mis manos y tiraba de mi camiseta para despegarla de mi cuerpo siempre con ese sonido de succión que aún hoy me sigue pareciendo gracioso. El golpe del agua contra el suelo en días de tormenta era apaciguador, mi mejor tranquilizante para todas esas ocasiones en las que me apetecía hacer arder todo lo que me rodeaba.


Cuando en la ciudad llovía y la gente protestaba, yo sonreía recordando toda mi infancia, redibujando aquel bosque en el que me perdía y evadía de las preocupaciones, en el que lloraba por tonterías y la lluvia se llevaba mis lágrimas como si de una madre con un pañuelo se tratase. Allí aprendí a sonreir en vez de protestar, a valorar y a cuidar y no a despreciar y destrozar. Allí llegué a vivir de verdad.